La anarcosindical participó este sábado 20 de Febrero de 2016 en una concentración de protesta contra la precariedad convocada por la plataforma de Sevilla por la Renta Básica. Allí se repartieron dípticos informativos sobre la campaña de CNT en Andalucía por la jornada laboral de 30 horas.
La CNT está a favor de las propuestas económicas que ayuden a mejorar las condiciones de vida de las personas. En esta sentido, apoyamos la propuesta de una Renta Básica que contribuya a cubrir las necesidades básicas del individuo. Es intolerable que vivamos sometidos a un Estado que protege los beneficios de las multinacionales y permite que sigamos sufriendo un Salario Mínimo Interprofesional muy por debajo de la media europea. Desde CNT venimos luchamos contra la desigualdad desde hace más de 100 años. Y hoy día, nuestros principios son más validos que nunca, pues las diferencias entre las rentas del Trabajo y del Capital con más dispares que nunca.
Aprovechamos la ocasión para proponeros la lectura un artículo de reflexión de un afiliado al sindicato de Sevilla, que puede servir, además, como crítica constructiva de la Renta Básica o las restas básicas que apoyamos la clase trabajadora. No obstante, CNT no se hace responsable de las opiniones vertidas por el compañero.
Acerca Del Estado del Bienestar, el Consumismo, el Condicionamiento y la Renta Básica
Aunque nuestra idea acerca de los orígenes del Estado del Bienestar, en su concepción moderna, está ligada a los cambios que surgieron en la Europa de la postguerra mundial, las bases del concepto fueron puestas unos años antes en EEUU dentro del plan de choque que ideó el presidente Roosevelt y su equipo para tratar de terminar con la Gran Depresión, – el periodo de crisis económica y recesión que siguió al crash del 29- y que fue conocido como New Deal, allá por la década de los años treinta del siglo pasado. Dicho plan, aunque abordara más aspectos, se componía principalmente de un paquete de medidas destinadas a estimular el consumo, y por ende, la producción, en un momento en el que las grandes economías dependían más del sector industrial y agroalimentario, en tanto que el peso del sector servicios era prácticamente residual. Para ello, la estrategia se orientó a dotar a los obreros de poder adquisitivo, así como de tiempo para poder gastar el dinero que ganaban; esto es, crear consumidores, y por tanto un mercado interno cuya demanda pudiera absorber la producción, lo que suponía dejar de depender tanto de las exportaciones, aumentar la recaudación de tipo impositivo sobre las actividades económicas y mantener y crear puestos de trabajos, dando fin a los graves problemas sociales y las huelgas que incendiaron el país durante los dos años posteriores al estallido de la crisis.
Esta última cuestión, que a la mayoría de la gente considera de índole menor cuando se abordan las consecuencias del New Deal, es sin embargo, una de las que mayor repercusión ha tenido posteriormente en la configuración moderna de la sociedad americana, y contribuyó de manera decisiva a debilitar a los movimientos de izquierda y al sindicalismo americanos, hasta reducirlos a lo largo de los años a algo prácticamente residual, como lo son en la actualidad. Ello se explica en la desmovilización que produjo entre el proletariado un conjunto de medidas que absorbían en buena parte las demandas del movimiento obrero, y que se tradujeron en una mejora de sus condiciones de vida, a la vez que se les dotaba de nuevos derechos; la reducción de la jornada laboral, la subida por ley de los salarios, la aparición de toda la normativa que protegía al consumidor, la jubilación obligatoria, son sólo algunos ejemplos.
Visto así, el New Deal ha sido considerado por muchos como un hito, pues supuso crear el marco legislativo que regulaba el mercado laboral, ponía fin a las miserables condiciones de trabajo de millones de personas y sentaba las bases de la recuperación económica. Teniendo en cuenta además que EEUU es el país referente para el resto de los que conforman occidente, podemos llegar a concluir que la extrapolación paulatina del modelo americano a otras naciones, – sobre todo a raíz del plan Marshall – ayudó a poner las bases y consolidar los derechos de los trabajadores, – al fin y al cabo, la inmensa mayoría de los ciudadanos -, dentro del bloque capitalista.
La cuestión es qué intencionalidad real tenía lo que en castellano se da en llamar como el “ Nuevo trato”; y es que lo que movió a sus arquitectos no fue el interés en llevar a cabo un plan integral de reformas altruistas que diera lugar a ciudadanos de pleno derecho; se trataba de crear consumidores, y asegurarles los medios para que pudieran hacerlo con generosidad, la suficiente como para levantar una economía como la norteamericana.
Comprar, comprar y comprar. Tomando de referencia el Ètat-Providence que promovieron los republicanos franceses en el XIX y bajo la pauta del intervencionismo estatal se creó el espejismo del Estado Protector cuya máxima es el ciudadano, lo que además alejaba el fantasma de los movimientos revolucionarios de izquierda. Un pastiche simple y que se vendía sólo, fácil de inculcarle a la gente, y fácil de exportar. La estabilidad es esencial para que una economía fluya, así como asegurar la pervivencia del modelo. Perpetuar un sistema es perpetuar también las estructuras de poder. ¿Qué hubiese pasado si una revolución marxista hubiese estallado en los EEUU? En Norteamérica es muy común hablar de familias en términos de “dinastías”: clanes que han influido y dicidido los designios del gigante americano. Sociedades secretas como Skull and Bones o los lobbys, éstos de muy diversa índole, como el judío o el financiero, han agrupado a poderosas familias a las que sólo unía un interés común: decidir cual iba a ser la política que el estado iba a llevar a cabo, para asegurarse que ésta no sólo no entrara en colusión sino que favoreciera sus intereses. Había que evitar a cualquier costa que cualquier movimiento antisistema tuviese visos siquiera de materializarse. Y nada mejor que el descontento popular como caldo de cultivo para que afloren las ideas reivindicativas. ¿Cuál era la solución? Crear clase media. Mientras se le llenaba de pan la boca a los pobres y se les sentaba a ver las gilipolleces que se programaban a través de las pantallas de cine, las radios o los televisores, – que a partir de los años cincuenta comenzaron a venderse como rosquillas-, los apellidos ilustres del país de las barras y estrellas acumularon ingentes cantidades de poder y amasaron fabulosas fortunas. Para entonces, la industria del ocio había alcanzado ya un interés de Estado.
Entretenimiento, tener las mentes distraídas con muñequitos y cuché. Todo teledirigido, pensado, programado.
Por aquella época las teorías acerca del condicionamiento clásico, con Pavlov en Rusia y Twitmyer en EEUU, y la aparición del conductismo de Watson dieron lugar a cambios sustanciales en las estrategias de comunicación; había que convencer para vencer. Los estudios psicológicos que demostraban hasta qué punto la relación estímulo-respuesta condiciona el comportamiento de los seres vivos encontraron aplicación real: nacía la publicidad moderna. Y todo con muchos colores, llamativo, a lo grande, por todas partes; eslóganes que jugaban con los sentimientos, que se identificaban con el comprador…La gente de a pié no tenía ya tiempo para pensar en otra cosa que no fuera en qué diablos se iba a gastar el dinero que ganaba. ¿Jubilación, pensiones, sanidad ? Ya habría tiempo para preocuparse por todo éso. ¿Anarquismo, socialismo? ¿Esa gente no son los que quieren terminar con todo este maravilloso mundo de papel?
En Un Mundo Feliz ( Aldous Huxley, 1932 ), su autor, que, aunque británico, debido a sus colaboraciones con el Chicago Herald conocía la realidad política y social de EEUU de primera mano, ya plantea el gran problema que supone crear un modelo de sociedad basado en el control del estado, el hedonismo y el consumismo descontrolado, y se antecede a lo que bien podría ser una sátira de la sociedad de nuestros días. Es un mundo en el que todo viene dado desde arriba, materialista y banal, y en el que la obtención continua de placer es la que hace de los ciudadanos unos perfectos esclavos.
En 1945, con el fin de II Guerra Mundial, los EEUU exportaban su modelo a Europa, con las variaciones que exigían las peculiaridades del Viejo Continente. Bien porque ya existieran antes de la contienda, bien por una tradición de izquierdas mucho más consolidada y reivindicativa, o por el peligro que suponía la cercanía geográfica con la Unión Soviética, lo cierto es que la cobertura de las prestaciones sociales por parte de los Estados Europeos fue mucho más amplia de las que gozaban los ciudadanos del Imperio. Y no sólo se limitó a Europa; el modelo y toda la cultura ligada a él también se exportó a Asia. Había comenzado la Era de la Globalización, sin que nadie se diera cuenta.
Y así, llegamos a nuestros días.
La ciudadanía, acostumbrada a vivir bajo la tutela del Estado, se adocena, apoltronada en la comodidad que da una rutina de vida en la que se limita a repetir patrones aprendidos machaconamente y donde no hay nada que decidir más allá de las simples cuestiones del día a día. Es la minoría de edad hecha colectivo. El poder no se ejerce, se entrega sistemáticamente bajo la ficción de la existencia de un pacto social que, en realidad, no existe. La gente observa la injusticia con resignación. ¿De qué nos sirve quejarnos? Nadie secundará una protesta. No hay nada que hacer contra el sistema. La población en general lo siente así. Y lo asume. De nada sirve revelarse. ¿Les suena? Se llama indefensión aprendida.
Martin Seligman ( Albany, EE UU, 1947 ) demostró, dentro del campo de la psicología, cómo un individuo puede llegar a aprender a someterse y desarrollar una actitud pasiva e incluso indiferente ante un castigo, si previamente llega al convencimiento absoluto de que no puede hacer nada por evitarlo. En concreto, su experimento, que era con ratones, consistía en una caja con dos habitáculos, comunicados por una puertecita, dentro de la cual estaba el roedor. Cuando estaba en el espacio A, era sometido a una descarga, por lo que huía al B. Una vez el ratón había aprendido que podía evitar la descarga cambiando de habitación, se le comenzaba a someter a descargas indiscriminadas, tanto en un sitio como en otro, y aprendía así que, hiciese lo que hiciese, no iba a poder librarse. Es entonces cuando comenzaba a desarrollar una actitud totalmente pasiva ante el castigo, para más tarde mostrarse ansioso y deprimido, dos trastornos, por ciertos, muy comunes en nuestro tiempo.
A nivel social, los ciudadanos han desarrollado una actitud apática y pasiva frente a agresiones que les recuerdan continuamente lo pequeños y desempoderados que están a la hora de enfrentarse a cuestiones que les afecten, ya sean de índole económica, legal, existencial o humana. Frases muy recurrentes del tipo “soy apolítico” o “ yo paso totalmente de política” son respuestas que demuestran un patrón de indefensión aprendida; por sentirse abrumado ante algo que le parece excesivamente complejo y desconoce ( minoría de edad ) o ante el abuso, contra el que nada puede hacer, y cuyo último recurso es refugiarse en su día a día; el ciudadano medio hace años que entregó la cuchara.
Gracias a esa situación de indefensión aprendida hoy podemos hablar ya sin problemas de fenómenos tales como la corrupción institucionalizada, que implica que la gente acepte sin mayores problemas y vea normal que quien detenta el poder va a ser corrupto por el mero hecho de estar arriba, o que de facto la soberanía nacional de los países ya no exista. No hablemos ya de la democracia, esa suerte de pantomima vendida como el paradigma del progreso humano y que fue enterrada en Grecia el pasado verano, – que sí, que no, que llueva a chaparrón- y hace unos cuantos más cuando desde Europa le sugirieron a Papandreu que se dejara de consultitas al pueblo y se tomara unas vacaciones, a ser posibles, definitivas, por la cuenta que le traía.
A principios del siglo XXI el Estado del Bienestar – articulado orgánicamente en las democracias parlamentarias- había cumplido su función, esto es, destruir todo sentimiento identitario de clase por parte de los ciudadanos, y por tanto acabar con la posibilidad de reivindicarse como colectivo, para dejarlos reducidos a la categoría de consumidores, quedando, pues, la ciudadanía sin posibilidad de reacción colectiva. La cultura que se impone es materialista, superficial, plana, sin ninguna trascendencia. La búsqueda del placer y de la felicidad se venden como el fin máximo al que debe aspirar todo bicho viviente. Y es este un camino individual, con un modelo de crecimiento personal basado en la competitividad y el egoísmo que se reproduce en el día a día y que emana del modelo económico. Los valores morales son sustituidos por las nuevas prioridades que marca la publicidad: satisfacer los institutos primarios del individuo. Como a bestias a las que se estimula continuamente para que vayan por donde el ganadero quiere, se nos da la posibilidad de comprar un pesebre bonito, tener mínimas responsabilidades, comida en abundancia, y mucho sexo. Es toda una cuestión de estatus y la encarnación del éxito a nivel personal el convertirnos en preciosos cuerpos que nos proporcionen la posibilidad de convertirnos en folladores natos. ¿Hay algo más competitivo que el sexo? La gente se hacina en los lugares de apareamiento, – discotecas – hacen el cortejo -baile- , los machos y las hembras muestran sus mejores plumas – o galas -, se pelean entre ellos, disputan, y finalmente, los mejores ejemplares se llevan el gato al agua. Y a quienes se les queda cara de idiota, ya saben: apuntarse a un gimnasio, – dinero -, comprarse un coche mejor que distinga su estatus social, – dinero-, ropa que folle sola, – dinero-, maquillaje, – dinero-, peluquería, – dinero-, alimentos light para bajar esas barriguitas, – dinero- y en definitiva, dinero, dinero, dinero; consumo, consumo, consumo. Hay que pegar bocados para conseguir toda esa pasta, por lo que, en definitiva, ¿hay algo mejor que convertir el sexo en una cuestión de primer orden para exacerbar la competitividad y favorecer el individualismo? Y ojo, no es que no exista la necesidad natural por parte del humano de reproducirse y divertirse, eso es algo elemental; de lo que estamos hablando es de cómo se instrumentaliza para convertir a la persona en esclava de sus apetitos.
A todo este secuestro mental al que se nos somete podríamos denominarlo Alienación 2.0. Ese cóctel de paternalismo institucional, frases bonitas, democracia parlamentaria, minoría de edad ciudadana, materialismo existencial y consumismo exacerbado ha terminado por convertirnos en muñequitos, un rebaño que es conducido a placer por donde le conviene a… los mercados – una forma técnica, bonita, casi exotérica, de nombrar al lobo-. Hasta los dirigentes políticos, teóricamente mandatados por el pueblo, reconocen legislar a favor de ellos. Frases del tipo “hay que calmar a los mercados”, ¿les suena?, son el reconocimiento de que no se legisla para los ciudadanos, sino en contra de ellos. Toda la maquinaria gubernamental perfectamente engrasada para responder a las querencias de las grandes corporaciones. Ese, amigos, es el futuro, lo que queda de ahora en adelante.
Así pues, y llegados a este punto, nos queda preguntarnos que sentido tiene plantear cualquier tipo de iniciativa que contribuya a dinamizar este sistema, y no terminar con él. Los teóricos de la izquierda moderna, esa que está dentro de las instituciones y come de ellas, dan tan por perdida la batalla que se limitan a plantear iniciativas quiméricas que transcurren dentro del cauce de lo establecido. Ideas que dan para montar simposios, publicar libros, organizar mesas redondas y vivir del cuento en algunos casos. No son todos los que están, pero si están todos los que son, como dice el dicho. Es la Izquierda Sistémica. Mierda y paja para rellenar el muñeco que decora la zurda de los parlamentos y asambleas europeas, como es el caso de los socialdemócratas. Porque, ¿acaso hay un término más ambivalente, contradictorio e interesado que ése? Socialismo capitalista y parlamentario… un disparate, vamos. Como los sindicatos financiados por el sistema, los comunistas de a seis mil euros mensuales a cargo del erario público… Algo así de creíble como si de repente alguien se inventara, un poner, el ateismo cristiano.
El caso es que de este contexto de dinamizadores socioculturales y magos de lo teórico surgen ideas confusas que exigen de mucho funambulismo mental, y que vienen a alimentar espiritualmente al espectro de la población que, de forma más religiosa que otra cosa, se identifica con lo que ahora se ha venido en llamar progresismo ( sic ). Sin entrar a hacer valoraciones crueles sobre lo esperpéntico del término, nos quedaremos para su análisis con una de las propuestas que más atención merece: la Renta básica.
Y es que de entre las medidas que la Izquierda Sistémica saca de paseo de entre su Verbolario de conceptos-florero, ésta es, de largo, la más polémica, ya que es la única que en sí misma podría suponer un cambio profundo en el sistema, que no en sus estructuras. Huelga decir por tanto que, o mucho cambia el panorama y pasa a interesarle a los neoliberales o, de lo contrario, sólo se hará realidad para cuando los cerdos vuelen; y que yo sepa, todavía no han puesto pistas de aterrizaje en el congreso.
Por otro lado, la Renta Básica es también de las iniciativas más sólidas, trabajadas y creíbles dentro del activismo político y social, pues no sólo muchos de sus promotores y defensores son personas realmente comprometidas con un cambio integral del sistema, sino que poseen además una sólida formación intelectual.
La Renta Básica ( en adelante RB ) propugna la asignación de una percepción económica a todos los ciudadanos por el mero hecho de serlos, que pueda garantizarles no tener que depender de su fuerza de trabajo para subsistir. Aunque existen diferentes modelos, dependiendo de los cuales, varía la cobertura, el importe de la asignación en función de otras rentas y tal y tal, la más común es la conocida como universal. Es la preferida, pues al no discriminar ni siquiera por cuestiones de riqueza, queda legitimada como un derecho fundamental. La RB tomó fuerza teórica a mediados de los ochenta, aunque fue una idea que ya plantearon intelectuales de diversa índole antes, caso de Erich Fromm o André Gorz. Sin embargo, lo más llamativo es que en torno a ella no sólo han trabajado intelectuales de izquierdas, caso de Philipe Van Parijs, – su gran valedor y máximo teórico a día de hoy-, sino también liberales como los economistas Ackerman y Alstott en EE UU.; si bien existen diferencias en el planteamiento e incluso en el término que estos emplean; a saber, lo denominan como Capital Básico, y consiste en un préstamo que el ciudadano recibe al cumplir los 21 años, y que va devolviendo al Estado a lo largo de los años. La paradoja consiste en que dicho dinero puede revertirse de los intereses que produzca caso de que, por ejemplo, lo invirtamos en banca. No evita la posible ruina, por supuesto. Y hablamos de paradoja porque lo que inicialmente se plantearía como un elemento para reforzar el compromiso cívico entre el ciudadano y el Estado podría terminar viciando la relación entre ambos.
Pero volviendo a la RB, las cuestiones de debate que suscita la iniciativa son numerosas y cuanto menos polémicas. ¿Cómo se financiaría ? ¿Cómo se implantaría? Y la más importante: ¿Cómo modificaría la configuración de la sociedad y a la mentalidad de los ciudadanos? Aunque desde el Basic Income Earth Network ( BIEN ) – que es la asociación mundial que se creó para aglutinar a todos los defensores de la iniciativa- se trabaja en dar respuesta a todas estas preguntas así como en crear toda la pedagogía necesaria para argumentarla, es necesario desmarcarse de las simpatías que a priori pudiese producirnos, para, en consecuencia, tomar una cierta proyección sobre el asunto y tener un juicio crítico que nos ayude a alcanzar una idea ponderada acerca de su conveniencia.
En primer lugar, resolver la cuestión de la financiación no sería tan complejo como se dice; el problema no es tanto de falta de dinero sino de voluntad política. Está claro que las cifras, en el caso de España, son importantes. Anualmente deberían destinarse en torno a un cuarto de billón de euros sólo a satisfacerla. Sin embargo, eliminando otros muchos tipos de percepciones y diversos tipos de ayudas, subiendo los ingresos por determinados conceptos a nivel impositivos, etc, podría llegar a asumirse. Cómo llevarla a cabo en tiempo y forma ya sería más complejo, pero tampoco me parece relevante ante lo que podríamos considerar la cuestión angular: ¿Cómo afectaría a nuestra sociedad la implantación de una medida de la que más de la mitad de la población, por sorprendente que nos parezca, no ha oído hablar y cuyo debate continúa siendo minoritario?
Cuando hablábamos del New Deal al principio de este artículo veíamos como medidas que, a priori, son beneficiosas para el pueblo, no tienen porque tener un origen altruista por parte de quienes la promueven; no es este el caso de quienes promueven la renta básica en la actualidad, en su inmensa mayoría activistas a los que les mueve la lucha por la desigualdad y la pobreza, pero sí de quienes, en un futuro, pueden ver en ella el elemento definitivo para terminar de convertirnos en esclavos del concepto publicitario de libertad, que no el real. Y la instrumentalización que puede llevarse a cabo de la RB no solo tiene cabida, sino que puede llegar a ser conveniente e ideal en el mundo futuro neoliberal que empieza a dibujarse en el horizonte. Basta con tener la mano de obra externalizada para poder seguir produciendo en los países en vías de desarrollo y a la vez seguir manteniendo los grandes mercados de consumo en el primero, alejando el fantasma de la desmovilización laboral y con ello, la consiguiente desaparición de demanda de trabajo. Esto es, consumidores más capitalizados si cabe. Ríos de dinero público para que los ciudadanos del primer mundo compren lo que se fabrica en el tercero. Otro problema radica en la privatización de servicios públicos; cuando en un futuro haya que elegir entre seguir manteniendo la sanidad o tocarle la RB – el bolsillo- a los ciudadanos, ¿qué creen que preferirá la gente en su mayoría? Que no le toquen sus asignaciones. La cartera es una cuestión sagrada. ¿Y porqué damos por sentado que se llegará a ese debate? Fácil. Los niveles de endeudamiento de los países europeos son cada vez mayores, y la tendencia es continua al alza. Ergo, llegará el día en que el modelo de financiación público tenga que pasar por desprenderse de activos y recortar en gastos, tal como se está haciendo ahora, pero de forma draconiana. La RB puede llegar a convertirse en un futuro en la excusa perfecta para desmontar totalmente el Estado, y a costa de mantenerla, privatizar todo el sector público, lo que por otro lado, crearía muchas oportunidades de mercado a las grandes capitales.
Así pues, y en definitiva, ¿se convertirá la RB en una herramienta para empoderar a la población o, por el contrario, la esclavizará más? ¿Contribuirá a construir un mundo más justo e igualitario o acentuará las diferencias entre el norte y el sur? El problema no es en sí misma la idea, que puede llegar a ser magnífica; sino implantarla dentro del sistema, sin haber llevado a cabo antes los cambios necesarios. Y éstos tienen que ver más con una cuestión de educación y concienciación para con la población, antes que perdernos en otro tipo de debates, tales como su viabilidad, que son importantes, pero en mi opinión, menores, en comparación. Ejercer un derecho supone una responsabilidad. Mentalizar a la ciudadanía de lo que supone el poder que se les entrega y ayudarles a entender cuál es la responsabilidad que suscriben para con el resto la sociedad y el resto del mundo resultará una cuestión definitiva si no queremos reproducir el modelo ateniense pero a nivel mundial, con ciudadanos de primer y segundo nivel, con un tercer mundo más pobre y oprimido, y un primero lleno de ciudadanos dóciles y despreocupados, indiferentes al principio de solidaridad entre pueblos y a todo lo que no sea el soma; lo que supondría, de facto, la paradoja definitiva: terminar haciendo realidad un Mundo Feliz; y para Orwell, ya habrá tiempo.